Cuentamitos
Vive los mitos y leyendas que forjaron nuestra historia

¡Bienvenido a Cuentamitos, tu portal para revivir leyendas antiguas y redescubrir la magia de la mitología! Hoy nos sumergiremos en la épica historia de Belerofonte, un héroe cuya valentía no conoce límites y que se atrevió a desafiar a la legendaria Quimera. ¿Estás listo para cabalgar junto a Pegaso en esta aventura que combina coraje, misterio y la sombra de los dioses? ¡Acompáñanos!
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Desde las cumbres sagradas, donde los dioses trenzaban los hilos del destino, hasta las costas soleadas donde los mortales albergaban sus sueños, la Antigua Grecia era el escenario donde lo divino y lo humano se mezclaban para crear los más fabulosos mitos, historias y leyendas.
Allí se alzaba Corinto, una ciudad que, con sus muelles bulliciosos y sus murallas imponentes, recibía viajeros de remotos lugares. Entre sus plazas y templos, las hazañas —reales o imaginadas— corrían de boca en boca, alimentando la sed de aventuras de un pueblo que creía en lo imposible. Bajo ese sol esplendoroso, surcado por gaviotas y vigilado por antiguas estatuas de los dioses, comenzaría la historia de quien se convertiría en uno de los más grandes héroes de su tiempo: Belerofonte.
Era en esa atmósfera electrizante donde un joven llamado Belerofonte empezaba a forjar su nombre. Sus orígenes exactos resultaban inciertos, pero circulaba con insistencia un osado rumor: Poseidón podía ser su padre. Se contaba que su madre, una mujer de noble estirpe, había sido tomada por el dios de los mares, otorgando al muchacho una presencia inusual. Los más escépticos se limitaban a afirmar que era hijo de un caballero corintio, sin ninguna divinidad en su sangre. Sin embargo, incluso ellos acababan admitiendo que había algo en Belerofonte que lo separaba del común de los mortales.
Desde niño, mostró una curiosidad insaciable y un espíritu aventurero que lo llevaba a explorar los rincones más remotos de Corinto. Cuando otros se limitaban a acatar las supersticiones de la época, él buscaba la verdad detrás de los mitos, intentando descifrar hasta qué punto los dioses intervenían en el destino de los hombres. Pronto, su habilidad para la cacería y su puntería con el arco lo convirtieron en la comidilla de los círculos nobles y en los mentideros populares. Algunos lo admiraban, otros lo envidiaban, y pocos se atrevían a contradecir su creciente fama.
Su carácter no era el de un simple muchacho entusiasmado por la aventura: llevaba impreso un temple firme, casi solemne, como si en su interior albergara la conciencia de un propósito mayor. Esa determinación, más cercana a la voluntad de una deidad que a la inseguridad de un mortal, lo impulsaba a perfeccionar cada habilidad que adquiría. Los ancianos corintios veían en sus ojos el reflejo de una fuerza capaz de arrastrar mareas —acaso ese rastro divino que se especulaba corría por sus venas.

Y así, mientras la ciudad se mecía entre rezos, prosperidad comercial y rumores de monstruos lejanos, Belerofonte se preparaba, sin saberlo, para un destino que lo pondría frente a las criaturas más temibles y los desafíos más difíciles. Un destino que probaría no solo su fuerza física y su inteligencia, sino también los límites de su fe y su humildad ante fuerzas que, en el mundo griego, podían ser benévolas o terriblemente implacables.
Antes de que el destino lo arrastrara a hazañas insondables, Belerofonte creció como miembro de una familia noble en Corinto. El linaje al que pertenecía se preciaba de una tradición ligada a los misterios religiosos y al respeto por las leyes sagradas de la hospitalidad. Su padre era un hombre de influencia moderada, más dedicado a la buena administración de sus tierras que a los lujos o a la política, lo que otorgaba a la familia un prestigio discreto, pero firme.
Desde pequeño, Belerofonte aprendió a desenvolverse con naturalidad en los ambientes palaciegos, donde corría el vino y se sellaban pactos de paz con la misma soltura que se engendraban envidias ocultas. Pese a esa cercanía al poder, su vida cotidiana distaba de ser puramente aristocrática: se lo veía con frecuencia en mercados y establos, conversando con artesanos, mercaderes y otros jóvenes deseosos de diversión o aventura. Este doble contacto —con la nobleza y con las gentes sencillas— curtió en él una sensibilidad distinta a la de otros hijos de la aristocracia corintia.
Los familiares y allegados de Belerofonte lo describían como un niño sereno, de pocas palabras, pero con una mirada observadora que parecía grabar cada detalle del mundo que lo rodeaba. El ambiente vibrante de Corinto, donde el rumor de un posible encuentro entre dioses y hombres era asunto cotidiano, lo empujó a forjar su temple. Su educación se basaba tanto en el aprendizaje de las armas y la equitación —elementos indispensables para cualquier joven noble— como en la instrucción religiosa y cultural, imprescindible en un lugar donde los oráculos y los presagios podían determinar la suerte de un reino.
Conforme crecía, su actitud tranquila pero firme lo fue separando de los comportamientos más altivos de otros jóvenes aristócratas. La gente de Corinto notó el contraste: mientras algunos nobles se vanagloriaban de su poder y riqueza, Belerofonte prefería escuchar a los viejos sabios y a los viajeros que llegaban al puerto, fascinado por las historias de monstruos marinos y batallas épicas. Esta curiosidad, unida a la nobleza de su origen, lo convirtió en una presencia cautivadora, capaz de ganar la atención de quien lo escuchara.
Pero los dioses son caprichosos e inestables, y así la buena reputación de Belerofonte se truncó un día de forma abrupta con la muerte de Belero, un aristócrata influyente, respetado en toda la región. Algunos cronistas mencionaban que el hombre le guardaba un rencor silencioso al joven, mientras que otros atribuían el desenlace a un accidente de cacería bajo un cielo plomizo. Sea como fuere, la suerte quiso que la flecha —o la espada, según la versión— acabase con la vida de aquel noble.
Lo más intrigante fue que el héroe no se llamaba originalmente Belerofonte. Según relatan viejas leyendas, adoptó ese nombre cuando las habladurías corrieron por Corinto, acusándolo de haber matado a Belero. Se cuenta que la palabra “Belerofonte” significaba precisamente “el que mató a Belero”, un apodo que, de manera involuntaria, se convirtió en su nueva identidad. Así, mientras algunos veían en ese nombre un siniestro recordatorio de su supuesto crimen, otros lo interpretaban como un estigma de destino o incluso como un presagio de grandes hazañas por venir.
La ciudad se dividió ante la tragedia. Quienes apreciaban a Belerofonte argumentaban que todo se había producido en un lance desafortunado y que el muchacho no tenía culpa alguna. Sus detractores, entre los que seguramente se encontraban partidarios de Belero y gente envidiosa del prestigio creciente de Belerofonte, no tardaron en señalarlo como un asesino desalmado. Estas tensiones se avivaron cuando los amigos más cercanos de Belero exigieron justicia, alimentando en el pueblo un hervidero de sospechas y acusaciones que manchaban sin piedad la reputación del joven.
Ningún desmentido parecía suficiente para limpiar el honor de Belerofonte. El hecho de provenir de una familia noble y de tener un aura casi prodigiosa se volvió, de repente, un arma de doble filo. Se extendió el rumor de que había aprovechado su rango social o, incluso, algún favor divino para librarse de un rival incómodo. En una cultura que veneraba el equilibrio y la mesura, la ira de la multitud y el cuchicheo podían ser casi tan peligrosos como la cólera de los dioses.
Marcado por la muerte de Belero y la confusión de los acontecimientos, a Belerofonte no le quedó más remedio que seguir las costumbres rituales de su época: buscar una purificación en tierras ajenas, lejos de las miradas acusadoras de su ciudad natal. La sangre derramada era una ofensa que podía atraer las iras divinas, y el destierro se convirtió en una forma de expiar la culpa, real o inventada.
Sumido en la pena y con la sombra de la culpabilidad pesando sobre sus hombros, el joven dejó atrás su hogar con escasas pertenencias y el corazón dividido entre el deseo de probar su inocencia y el profundo temor a haber sido abandonado por los dioses. Pese a la oscuridad que lo rodeaba, mantenía encendida la llama de la esperanza: quizá en un nuevo reino pudiera encontrar comprensión y la ocasión de rehacer su vida.
Así, se encaminó a la corte del rey Preto, en Tirinto, donde esperaría un juicio más imparcial, la oportunidad de postrarse ante oráculos y sacerdotes, y la posibilidad de que los dioses lo mirasen con misericordia. Esta partida no solo marcó el fin de su vida ordinaria, sino el inicio de una leyenda que uniría su nombre al de criaturas fantásticas y desafíos reservados para héroes destinados a rozar la grandeza… o la tragedia.
Tras su desgraciado accidente en Corinto, Belerofonte —cargando con el estigma de su supuesto crimen— partió rumbo a Tirinto, hogar del rey Preto. La búsqueda de purificación lo impulsaba; su objetivo era ganarse el favor de un monarca que, se decía, tenía la influencia necesaria para oficiar rituales de limpieza espiritual y, con ellos, redimir a culpables o sospechosos de ofensas graves.
El viaje se prolongó durante semanas. Belerofonte se adentró en senderos escarpados, frondosos bosques y llanuras polvorientas donde la canícula parecía susurrarle un recordatorio constante de su culpa. Sin embargo, la determinación del joven se mantenía firme, aferrándose a la esperanza de que su exilio no durase para siempre. Con cada paso, rememoraba los días en que su vida era tranquila, y la promesa de un futuro honroso parecía más posible y brillante.
Cuando por fin divisó las murallas de Tirinto, sintió que se abría ante él un horizonte desconocido. A la entrada de la ciudad, guardias con armaduras relucientes custodiaban un gran pórtico. Belerofonte, en un acto de humildad, se presentó sin exigir nada, sosteniendo en su mirada la súplica de quien necesita una segunda oportunidad. Fue conducido a la corte, un palacio de muros gruesos y habitaciones laberínticas en las que el eco de murmullos e intrigas surgía al menor descuido.
El rey Preto, gobernante de Tirinto, era un hombre conocido por su sentido de la justicia, pero también por la prudencia con que manejaba los asuntos divinos y terrenales. Al enterarse de que Belerofonte buscaba purificación y un nuevo comienzo, decidió ofrecerle asilo temporal, confiando en que si los dioses bendecían al joven, aquello podría traer prosperidad a su reino.
Fue así como Belerofonte, en apariencia un héroe marcado por un destino trágico, halló cobijo tras los muros de Tirinto. Sin embargo, la hospitalidad del rey pronto colisionó con la influencia de la reina Antea, a la que algunos también llamaban Estenebea según las crónicas. De extraordinaria belleza y sagaz entendimiento, era conocida por su temperamento caprichoso. Desde el momento en que puso los ojos en Belerofonte, sintió que una fascinación inusual se encendía en su interior. La fuerza y el porte del héroe, unidos a la misteriosa sombra que lo envolvía, despertaron en la reina un deseo de poseer aquello que sentía prohibido.


A pesar de las peticiones que el joven presentara al rey, lo que más rápido corrió por la corte fueron los rumores de que Antea se había encaprichado con el recién llegado. Conforme Belerofonte recorría los pasillos o se entrenaba en el patio de armas, notaba la mirada insistente de la reina, como si quisiera leer en su rostro los secretos de su tormento. Por su parte, él, concentrado en obtener la purificación y forjar un nuevo destino, se mantenía distante, sin sospechar aún las consecuencias de aquella obsesión.
Sin embargo, la corte empezaba a hervir con malidicentes rumores sobre las intenciones de Antea: ¿buscaría seducir al joven como una forma de escapar al tedio de la vida palaciega? ¿Acaso ansiaba algo más siniestro, ligado a la fama de Belerofonte y su aura de héroe trágico? Con cada día que pasaba, la atención de la reina no hacía más que avivarse, y la historia del forastero corintio resonaba en cada rincón, mezclando admiración y temor.
Cuando la reina comprendió que el valor de Belerofonte estaba blindado por un sentido del honor que no se doblegaba ante sus insinuaciones, su encaprichamiento se transformó en agravio. Las miradas de anhelo dieron paso a gestos de resentimiento y, finalmente, a una furia contenida que buscaba el modo de deshacerse del obstáculo que le impedía poseer al joven. Lo que en un principio parecía mera curiosidad, se volvió una trampa tejida con palabras venenosas.
En una noche donde las antorchas iluminaban los pasillos solitarios, Antea hizo circular la historia de que Belerofonte había intentado forzar su favor y deshonrarla. El relato se amplificó con la rapidez de un relámpago: en cuestión de horas, cortesanos y sirvientes susurraban la acusación con escándalo e incredulidad. ¿Cómo era posible que el héroe caído en desgracia osara atentar contra la reina? ¿Acaso su impiedad no conocía límites?
A la mañana siguiente, Belerofonte fue conducido ante el rey. Preto, confuso y aterrado a la vez, se debatía entre la ira y el temor reverencial a los dioses. Sabía que castigar injustamente a un posible protegido divino podía acarrear una maldición para su reino; pero también comprendía que desafiar la palabra de la reina podría sumirlo en un conflicto aún mayor. El rey, en apariencia implacable, se mostraba ahora frágil, pues la corte entera lo observaba, esperando el desenlace de aquel escándalo.
Preto, incapaz de resolver por sí mismo la acusación sin despertar cólera divina o deshonrar a su reina, urdió un plan. Llamó a su escriba y redactó una carta sellada que, en apariencia, era una credencial de recomendación para Belerofonte. En realidad, se trataba de una misiva que solicitaba en secreto la muerte del mensajero.
—Lleva esta carta al rey Yóbates, en Licia —ordenó el monarca a Belerofonte, con un tono solemne que ocultaba su pérfida intención—. Él completará tu purificación y sabrá encontrar el camino adecuado para ti.
Belerofonte, aún conmocionado por las acusaciones de la reina y el repentino giro de los acontecimientos, no tuvo más opción que aceptar la misión. Dentro de sí, albergaba una mezcla de desesperanza y confianza: por un lado, se sentía traicionado por un reino que creía podría ayudarlo; por otro, mantenía la firme convicción de que, si persistía y mostraba su inocencia, los dioses lo acompañarían.
Con la carta sellada en su bolsa y un corazón herido, emprendió un nuevo viaje. Dejaba atrás las murallas de Tirinto sin adivinar que, en los confines de Licia, le esperaba otra prueba mortal. Entre tanto, el viento y las voces de los curiosos llevaban la historia de Belerofonte como un eco trágico, anunciando la próxima aventura en la cual, una vez más, la línea entre la grandeza y la ruina se volvería tan fina como un suspiro.
Tras otro largo viaje, nuestro héroe llego a Licia y rápidamente fue conducido ante el rey del lugar. El sol se filtraba con timidez entre las columnas del gran salón, proyectando sombras irregulares sobre el mármol. Yóbates, rey de Licia, sostuvo en su mano la carta que Belerofonte había traído. Sus ojos recorrieron el texto con gesto adusto: las palabras selladas por Preto pedían, sin ambigüedades, la muerte del portador. Un escalofrío recorrió su cuerpo, pues todo hombre sabe que atentar contra un posible protegido de los dioses podía provocar una venganza divina.
El anciano monarca se alzó de su trono con lentitud y se acercó a Belerofonte. Lejos de consumar el cruel designio, decidió librarse de la responsabilidad y, a la vez, poner a prueba al joven:
—Para demostrar tu valía, debes enfrentarte a la Quimera, engendro que escupe fuego y asola mis tierras. Si sales victorioso, te concederé el perdón que anhelas… y tal vez te granjees la gracia de los dioses.

Un rumor de miedo e incredulidad recorrió la estancia: la Quimera, mezcla de león, cabra y serpiente, era una pesadilla viviente. Belerofonte, sobrepasado por la enormidad de la prueba, se irguió sin temblar. Tras la muerte de Belero y las falsas acusaciones de la reina Antea, no le quedaba más opción que lanzarse de cabeza hacia lo imposible.
—Acepto tu mandato, majestad —contestó con determinación y sobriedad.
La corte observó al héroe con una mezcla de piedad y admiración: pocos dudaban de que esta misión equivalía a una sentencia de muerte. Sin embargo, en el interior de Belerofonte surgía un anhelo de redención tan poderoso que ni siquiera el fuego del monstruo parecía capaz de detenerlo. Con un último vistazo a los rostros que lo rodeaban, se marchó del palacio dispuesto a buscar la única ayuda que podría darle una oportunidad frente a la Quimera: la de los dioses… o la de una criatura tan mítica como la bestia que debía abatir.
Con el peso de tan terrible encargo sobre sus hombros, Belerofonte dudó por primera vez de sus propias fuerzas. Durante varias jornadas, vagó por los bosques y colinas de Licia, buscando un signo, un presagio que iluminara su camino. Fue en uno de esos atardeceres, mientras descansaba junto a un antiguo santuario, cuando un anciano le habló de la existencia de Pegaso, un corcel alado nacido, decían, de la sangre de la temible Medusa (enlace para conocer más sobre el origen de Pegaso y Medusa).
—Ningún hombre ha conseguido domar a Pegaso —advirtió el sabio—. Pero si lo lograras, sus alas te llevarían por encima de las llamas de la Quimera.

Aquellas palabras despertaron un rayo de esperanza en el espíritu cansado de Belerofonte. Convencido de que la intervención divina era su única salvación, se postró en oración a Atenea. Y en medio del silencio nocturno, sintió que una presencia sagrada le concedía una pista valiosa: la fuente de Pirene, cerca de Corinto, era el lugar donde Pegaso solía descender a beber. Debía dirigirse allí si deseaba sellar un pacto con la criatura mítica.
Belerofonte emprendió entonces un regreso sigiloso a las cercanías de su tierra natal. Al acercarse a la fuente de Pirene, un manantial de aguas cristalinas rodeado de piedras blancas y una vegetación exuberante, el joven experimentó una extraña mezcla de temor y fascinación. Bajo la penumbra del alba, distinguió una silueta majestuosa: un corcel alado de una pureza inmaculada, como si cada hebra de su pelaje estuviera tejida de luz lunar.
Pegaso alzó la cabeza con un movimiento majestuoso, alerta al menor indicio de peligro. Sus ojos oscuros y profundos parecían encerrar el fulgor de las estrellas, y su cuerpo musculoso se tensaba en una mezcla de fuerza y elegancia. Las alas, de un blanco nacarado, se desplegaban con la misma majestuosidad de velas al viento, dejando percibir cada pluma que destellaba matices tornasolados bajo la primera luz del sol. Un leve temblor le recorría las crines perladas, como si el rumor de la brisa resonara en su interior, invitándolo a batir las alas y perderse en el firmamento.

Al presentir a Belerofonte, Pegaso lanzó un relincho que rompió el silencio del alba. El corcel pateó el suelo, esparciendo pequeñas chispas de rocío, mientras la fuente de Pirene quedaba en un segundo plano ante la magnitud de aquel encuentro. El héroe sintió que su corazón latía con la potencia de un tambor de guerra. Llevaba en la mano un freno dorado, otorgado, según decían, por la diosa Atenea, cuyo poder era capaz de calmar a la criatura más indomable.
Recordando las advertencias del sabio, Belerofonte avanzó con cautela, evitando cualquier movimiento brusco. Sentía el pulso golpeteándole en las sienes y, en su mente, repetía la plegaria a Atenea para que lo guiase. A cada paso, el corcel sacudía sus alas con furia, dispuesto a echar a volar ante el menor atisbo de amenaza.
La mirada del héroe y la del corcel se encontraron: unos ojos oscuros e insondables escrutaban el alma de Belerofonte, que con voz suave murmuró palabras de serenidad, prometiendo no dañar a tan espléndida criatura. Pegaso piafó, restallando sus cascos contra las rocas, y dio un paso atrás. El aire se cargó de una tensión casi palpable, hasta que, poco a poco, la furia del caballo se fue aplacando, como si reconociera en aquel hombre un coraje y una valentía dignas de sus alas.
Con el pulso acelerado, Belerofonte alzó el freno dorado y, en un gesto casi reverencial, se lo ofreció. Pegaso, orgulloso, pareció sopesar el destino que se le proponía. Tras un instante que se antojó eterno, el animal permitió que el joven le rozara las crines. Entonces, en un latido de pura exaltación, Belerofonte se impulsó y tomó asiento sobre su lomo. Pegaso relinchó de nuevo y fue entonces cuando la verdadera magia ocurrió: con un potente impulso, Pegaso se irguió sobre sus cuartos traseros y, batiendo las alas con un estrépito que pareció sacudir el bosque entero, se elevó en el aire.
El viento cortaba el aliento de Belerofonte mientras ascendían, y bajo ellos, la fuente de Pirene menguaba hasta verse como un pequeño claro acuoso entre la fronda. La sensación de libertad y de comunión con lo divino llenó el pecho del héroe de un coraje inquebrantable. Había dominado a la criatura más majestuosa jamás contemplada por ojos mortales y, en ese éxtasis, comprendió que, con Pegaso a su lado, la temida Quimera podría enfrentar por fin a un rival digno de sus llamas.
Los habitantes de Licia hablaban de la Quimera como una pesadilla hecha realidad. Desde la distancia, podía oírse el rugido fiero que anunciaba su presencia, un bramido que estremecía el suelo y erizaba la piel de quienes tenían la desdicha de acercarse a su territorio. Su figura era un híbrido aterrador: la cabeza de un león coronaba un cuello robusto, exhibiendo fauces que destellaban fuego a cada rugido; su cuerpo, recubierto de un pelaje enmarañado, se fusionaba con el tronco de una cabra, cuyas pezuñas repicaban el suelo con furia casi demoníaca; y, al final, una cola con cabeza de serpiente siseaba y escupía un veneno mortal.
La mirada del león irradiaba un color dorado y enloquecido, que parecía reflejar el infierno mismo. Bajo sus garras quedaban rastros de batalla: rocas quemadas, cenizas y las huellas de un terror que había sumido aldeas enteras en la desesperación. El fuego que emanaba de su hocico cargaba el aire de humo y azufre, creando una atmósfera irrespirable. Cualquier soldado medianamente sensato habría retrocedido de inmediato ante tal espectáculo; no así Belerofonte.
Belerofonte, montado sobre Pegaso, observó a la Quimera desde lo alto de una colina. A su lado, el corcel alado relinchaba con impaciencia, consciente de la inminente confrontación. Bajo la luz del sol, las alas blancas del caballo resplandecían como un augurio de esperanza frente a la bestia alimentada por el caos.
La primera decisión del héroe fue atacar desde el aire, aprovechando la ventaja que le otorgaba Pegaso. Confiaba en que la criatura no podría alzar su fuego hasta las alturas… aunque ignoraba hasta qué punto podía la Quimera escupir llamas. Tanteando el terreno, Belerofonte sobrevoló el valle, esperando encontrar un punto ciego en el flanco del monstruo.


De pronto, la Quimera lanzó un rugido que incendió el horizonte: una bocanada de fuego ardió en el aire, obligando a Pegaso a virar con rapidez para eludir la abrasadora llamarada. El calor sofocante le abrazó el rostro a Belerofonte y le nubló la vista por un instante, pero el héroe se mantuvo firme, entrelazando sus dedos en las blancas crines del corcel y aferrándose con todas sus fuerzas.
—¡Ahora! —exclamó, inclinando el torso para indicar a Pegaso que descendiera en picado.
El corcel se abalanzó desde las alturas como un rayo, y Belerofonte, aprovechando el vértigo de la caída, arrojó una lanza que se clavó en el lomo de la bestia. La Quimera rugió con un dolor que retumbó por todo el valle, y un nuevo torrente de fuego brotó de sus fauces, incendiando matorrales y piedras a su alrededor.
Sin darse un instante de respiro, Belerofonte guio a Pegaso en un giro ascendente para esquivar el chorro de llamas, mientras se preparaba para el siguiente golpe. A esa distancia, el veneno de la cola serpentina no podía llegar, lo cual le daba un breve margen para idear su siguiente movimiento.
Guiado por un arranque de osadía, el héroe se situó a la altura de la cabeza de la bestia, confiando en que el fuego del león no lo alcanzaría a tiempo. En un acto de precisa puntería, disparó una flecha que cortó el aire y se incrustó bajo el ojo de la bestia. Con un grito desgarrador, la Quimera se tambaleó, pero su furia no cedió.
La lucha continuó en un intercambio vertiginoso: fuego y veneno contra la astucia de un héroe montado en un corcel alado. El valle se llenó de humo y cenizas, pero con cada embestida de Pegaso, la Quimera perdía fuerza. Finalmente, en un arriesgado vuelo rasante, Belerofonte saltó del lomo de Pegaso y, blandiendo su espada, asestó un corte letal en el cuello leonino. Una llamarada final envolvió al héroe, quemándole levemente los brazos, pero resultó insuficiente para detener la estocada.
La bestia se desplomó con gran estrépito, y el eco de su caída reverberó en las rocas como el último lamento de un engendro de los infiernos. Belerofonte, cubierto de hollín y con el corazón batiendo desbocado, alzó la mirada y contempló a Pegaso sobrevolando los restos de la batalla. Una mezcla de alivio y asombro inundó su alma: había triunfado donde otros perecieron, gracias a su coraje y la bendición divina que unía su destino al del corcel alado.

La noticia de la victoria se extendió por Licia con la velocidad de un trueno. Cuando Belerofonte retornó a la corte de Yóbates, lo recibieron con vítores y honores dignos de los grandes héroes de Grecia. El anciano monarca, abrumado por la hazaña, no tuvo más remedio que reconocer que el joven era, sin duda, un protegido de los dioses.
—Has demostrado ser digno de la gracia divina y el respeto humano —proclamó el rey, entregándole ofrendas y símbolos de su nueva condición de campeón.
Las voces de la gente se alzaron en cánticos que glorificaban la victoria, y Belerofonte sintió que, al fin, la vergüenza y el desprecio que lo persiguieron desde Corinto comenzaban a disiparse. Sin embargo, tras la ovación y los aplausos, había un murmullo sutil, como un eco latente que recordaba que los dioses, tan generosos en este triunfo, también podían mostrarse implacables con quienes osaran desafiar el orden establecido.
Así, en el júbilo de aquel momento, nacía también la semilla de la hybris, de la soberbia, de la arrongancia: un presagio de que la historia de Belerofonte aún no había alcanzado su verdadero desenlace.
Tras el estruendo de la batalla y el clamor de la multitud, Belerofonte encontró un instante de silencio para contemplar la magnitud de su hazaña. Con el cuerpo aún marcado por el hollín y las llamas, se permitió un susurro victorioso:
—He vencido a la peor bestia del mundo —musitó, con una mezcla de alivio y soberbia latiendo en su pecho.
La incredulidad de haber triunfado donde otros perecieron se mezclaba con una creciente euforia. Por primera vez desde que partió de Corinto, sintió que sus pasos resonaban con la firmeza de un verdadero héroe. Sin embargo, en ese mismo instante, algo más oscuro comenzó a germinar en su interior: la tentación de creer que su fuerza podría doblegar cualquier obstáculo, incluso el dictamen de los dioses.
Mientras las aclamaciones resonaban por los pasillos del palacio de Yóbates, una voz serena y solemne se levantó entre el gentío. Podía tratarse de un anciano consejero o de un dios vestido con pieles gastadas, pero sus palabras tuvieron un peso innegable en el aire:
“Tus victorias son grandes, pero recuerda que hasta los más valientes héroes perecen si desafían a los dioses…”
El silencio se apoderó del salón. Aquella advertencia, tan sencilla como profunda, perforó la efímera arrogancia que comenzaba a erigirse en el corazón de Belerofonte. El héroe no respondió, pero en su mirada se dibujó una mezcla de incomodidad y respeto. Por muy imponentes que hubiesen sido sus logros, los dioses seguían siendo un misterio inescrutable, capaces de elevar o destruir a un mortal en un abrir y cerrar de ojos.
El rey Yóbates, testigo de la proeza y conocedor de la carta sellada que exigía la muerte de Belerofonte, se debatía entre recompensar al joven o seguir probando su temple. Por un lado, admiraba el coraje de quien había salvado a su reino de la temible Quimera. Por otro, temía que, de ser verdaderamente un elegido de los dioses, cualquier decisión injusta contra él despertara la cólera divina.
Con el rostro indeciso, se dirigió a Belerofonte con una voz suave que contrastaba con la firmeza de sus palabras:
—Has hecho una gran hazaña por mi reino. Aún debo sopesar cómo corresponder a tu valentía.
Así, el héroe se vio envuelto en un mar de dudas: no sabía si recibiría honores y riquezas o si se enfrentaría a nuevas pruebas aún más peligrosas.
La voz del triunfo de Belerofonte se esparció por toda Licia y llegó, cual viento impetuoso, hasta reinos más lejanos. A ojos de muchos, era ya un semidiós, un guerrero bendecido por Poseidón o Atenea. Sin embargo, la semilla de la hybris —esa desmesura que conduce a los hombres a pecar de orgullo— asomaba con la misma fuerza.
En cada elogio y cada mirada de admiración, Belerofonte hallaba un espejo donde se reflejaba su creciente arrogancia. La advertencia del sabio resonaba en su mente como un eco que se negaba a desaparecer, y no dejaba de preguntarse hasta qué punto su confianza en sí mismo podría llevarlo a un futuro lleno de gloria… o encaminarlo, inevitablemente, hacia la ira de los dioses.
Porque si en algo coinciden los grandes mitos de Grecia, es en recordarnos que la auténtica grandeza no yace en la victoria en sí misma, sino en la humildad que preserva a los héroes de su propia caída.
– Homero, La Ilíada, Ed. Gredos, Madrid, 2008.
– Hesíodo, Teogonía, Ed. Alianza, Barcelona, 2012.
– Apolodoro, Biblioteca mitológica, Ed. Cátedra, Madrid, 1995.
– Ovidio, Las Metamorfosis, Ed. Gredos, Madrid, 2017.
WEBGRAFÍA