El mito de Sísifo en Cuentamitos

El mito de Sísifo: La historia del castigo eterno

Bienvenidos a Cuentamitos, donde dioses poderosos, héroes valientes y mortales intrépidos cobran vida en cada historia. En lo más profundo del vasto mundo de la mitología griega, el mito de Sísifo resuena como una advertencia eterna. Una advertencia sobre los límites del ingenio humano, el poder incuestionable de los dioses y la inevitable trampa del destino.

1. ¿Qué es el mito de Sísifo?

El mito de Sísifo no es simplemente la historia de un hombre astuto; es un relato que nos confronta con la fragilidad de nuestras propias ambiciones, una reflexión sobre la lucha interminable de la humanidad contra lo inevitable. Este mito, lleno de ingenio, engaño y castigos divinos, nos arrastra a las profundidades de la tragedia humana, donde incluso el más audaz de los mortales se enfrenta a una sentencia que lo condena a la eternidad.

Sísifo, el rey de Corinto, no era un hombre común. Su nombre era temido y respetado, tanto por mortales como por dioses. Sabía que la vida era un juego de estrategia, un tablero donde cada movimiento podía decidir entre la gloria o la condena. No se conformaba con el papel que el destino parecía haberle asignado. Desde su juventud, había decidido que los designios de los dioses no dictarían su vida, y así comenzó su viaje hacia la confrontación más peligrosa de todas: desafiar las leyes del Olimpo.

Pocos podían imaginar la magnitud de las decisiones que tomaría Sísifo. Para algunos, era un héroe que se atrevió a rebelarse contra las fuerzas que controlaban la vida y la muerte. Para otros, un necio que se creyó invencible ante el poder de los dioses. Pero la realidad era más compleja. Sísifo no buscaba la gloria, ni ansiaba desafiar a los inmortales por simple arrogancia. No. Lo que lo movía era algo mucho más humano: el miedo a la muerte. Un miedo tan profundo, tan visceral, que lo llevó a hacer lo impensable.

En esta historia, descubriremos cómo el mito de Sísifo no solo es una aventura cargada de tensión y astucia, sino también un espejo en el que nos vemos reflejados. Porque, ¿quién de nosotros no ha deseado, aunque sea por un momento, escapar de su destino? El mito de Sísifo nos muestra lo que sucede cuando uno se atreve a desobedecer las leyes universales, cuando se intenta desafiar lo que no puede ser derrotado.

El camino que llevó a Sísifo a su castigo eterno comenzó con una decisión, pero lo que ocurrió después fue más grande de lo que él jamás habría imaginado. Mientras avanzamos en esta historia, exploraremos cada paso, cada traición y cada desafío que lo condujo a su fatídico destino. Así, la leyenda de Sísifo se despliega ante nosotros, y con ella, el recordatorio de que a veces la lucha contra lo inevitable es en sí misma una sentencia.

2. ¿Quién es Sísifo?

En la mítica ciudad de Corinto, una majestuosa polis que se erguía como un puente entre el mar Egeo y el Jónico, reinaba un hombre cuyo nombre resonaba tanto por su inteligencia como por su astucia sin límites: Sísifo. Nadie podía igualar su mente afilada como una daga, ni su capacidad para desentrañar los secretos más ocultos, ni siquiera los mismísimos dioses. Gobernar Corinto requería más que fuerza o nobleza, requería una mente tan brillante que pudiera anticiparse a los peligros que acechaban tanto en el mundo mortal como en el divino. Y Sísifo era ese hombre.

Desde muy joven, Sísifo demostró ser mucho más que un simple mortal. Era un estratega nato, capaz de ver las jugadas de sus oponentes antes incluso de que las concibieran. Bajo su gobierno, Corinto floreció, sus calles se llenaron de vida y sus puertos de barcos de todas partes del mundo conocido. Los rumores sobre la astucia del rey se extendían como el fuego. Decían que podía predecir el resultado de una batalla antes de que se empuñara una espada, que con una sola mirada podía leer los deseos más profundos de cualquier hombre. Pero no solo era un rey con sabiduría, sino también con un corazón indomable, decidido a desafiar las reglas que el destino y los dioses habían trazado para los hombres.

Los dioses del Olimpo observaban a Sísifo con una mezcla de fascinación y recelo. Sabían que no era un hombre común. Lo habían visto triunfar donde otros habían fracasado, tejiendo tramas tan complejas que ni siquiera los inmortales podían desentrañarlas del todo. Sísifo no era ajeno a su atención, pero, lejos de temerla, se regocijaba en ella. Para él, los dioses no eran figuras a las que debía rendir un culto ciego, sino jugadores en un tablero de ajedrez divino en el que él también tenía un lugar.

Era astuto, sí, pero también era un tramposo. Usaba su ingenio no solo para gobernar con mano firme, sino para asegurar su propio bienestar, incluso si eso significaba traicionar a otros o quebrantar las leyes sagradas. El poder y el conocimiento eran sus armas más letales, y las usaba sin reparo. Sísifo se había convertido en una figura ambivalente, admirada y temida a partes iguales.

El mismo Zeus, el rey de los dioses, lo miraba con desconfianza, pues Sísifo había demostrado ser tan hábil en el engaño como en el gobierno. Hubo una ocasión en la que incluso se atrevió a desafiar al todopoderoso Zeus, traicionando su confianza al revelar el paradero de la ninfa Egina, a la que Zeus había raptado en secreto. Este acto de traición fue un hito en su vida, una muestra audaz de que Sísifo no estaba dispuesto a someterse ni siquiera al capricho de los dioses. Tal osadía, pensaban en el Olimpo, no podía quedar impune.

Pero, ¿cómo era realmente Sísifo? A menudo lo imaginaban caminando por las colinas de Corinto, sus ojos brillantes y su postura firme, con el porte de un rey y el espíritu de un hombre que ya había desafiado a los propios dioses. Su cabello, negro como la noche, caía en rizos desordenados, una melena que parecía reflejar el caos controlado que lo habitaba. Su mirada era penetrante, siempre al acecho, siempre calculadora. Aquellos que se atrevían a cruzar su camino lo describían como alguien que jamás mostraba sus verdaderos pensamientos. Su sonrisa, tan afilada como un filo de acero, solo aparecía en los momentos más inesperados, cuando una trampa bien tendida estaba a punto de cerrarse.

El astuto rey Sísifo
El astuto rey Sísifo

Los gestos de Sísifo eran precisos, casi felinos. Se movía con una gracia que solo los que están acostumbrados a la victoria poseen, pero no había en él arrogancia abierta, solo una confianza serena. Llevaba una túnica que ondeaba a su paso, y su capa roja era una clara señal de su realeza, pero sus manos, fuertes y llenas de cicatrices de años de batallas, recordaban a todos que él no era solo un rey de palabras, sino también de acción.

El rey de Corinto era, en resumen, un hombre al que no se debía subestimar. Porque debajo de esa apariencia de tranquilidad, de líder sabio y calculador, habitaba una fiera que estaba dispuesta a desafiar todo, incluso a la propia muerte, para escapar de las cadenas que los dioses habían tejido para él y para el resto de los mortales.

Así era Sísifo, el hombre que nunca aceptaría su destino sin antes enfrentarlo con todas las armas de su ingenio. Los dioses lo sabían, pero incluso ellos no podían prever cuán lejos estaba dispuesto a llegar para escapar de las leyes del Olimpo.

3. El gran engaño de Sísifo

Sísifo siempre había sabido que jugar con los dioses era un riesgo mortal, pero también había aprendido que, en cada jugada arriesgada, residía una oportunidad. El día que decidió traicionar a Zeus fue el día en que cruzó una línea que jamás podría desandar. El dios del trueno había raptado a Egina, la hija del río Asopo, y la había escondido en una de las tantas islas que poblaban los mares de Grecia. Asopo, desesperado, vagaba sin rumbo, buscando a su hija por todo el reino de los mortales. Sísifo, siempre dispuesto a aprovechar una nueva oportunidad, vio en el sufrimiento del dios una gran posibilidad.

3.1. El desafío a la muerte

Asopo, con su poderosa figura tallada como si el mismo río fluyera a través de él, llegó hasta Sísifo, suplicante. El dios del río había oído rumores sobre el rey astuto de Corinto, sobre su habilidad para resolver lo irresoluble. Pero Sísifo no era conocido por su generosidad desinteresada. Antes de ayudar, pidió algo a cambio: a cambio de revelar el paradero de la joven Egina, quería que Asopo garantizara que el agua del río fluiría eterna y abundante en Corinto. Así, aseguraría la prosperidad de su reino por generaciones. Asopo, cegado por la desesperación, aceptó el trato sin dudar.

Sísifo, sabiendo exactamente el escondite de Egina, lo reveló sin remordimientos. Con ello, se ganó el favor del dios menor, pero selló su propia condena. Zeus, al enterarse de la traición, rugió desde el Olimpo. El cielo se oscureció, las nubes se arremolinaron, y los mortales de Corinto sintieron el peso de la ira divina sobre ellos. El rey de los dioses no podía tolerar tal insolencia, y decidió que el tiempo de Sísifo había llegado a su fin. Con un gesto de su mano, envió a Tánatos, la personificación de la Muerte, para reclamar el alma del rey traidor.

Tánatos, una figura envuelta en sombras, con ojos oscuros que absorbían la luz, descendió del Olimpo. Sus pasos eran ligeros, casi imperceptibles, pero cada uno traía consigo un frío que helaba la sangre. Los mortales sabían que no había escapatoria cuando la Muerte venía a buscarlos. Sin embargo, Sísifo, lejos de temblar ante la aparición de Tánatos, vio en la llegada de la muerte una última oportunidad para jugar su mejor carta.

El rey recibió a la Muerte con una calma que habría desconcertado a cualquier otro. Tánatos, acostumbrado a ver el miedo en los ojos de los mortales, se sorprendió ante la fría compostura de Sísifo. Pero la Muerte no hablaba; no negociaba. Extendió su mano para llevarse el alma del rey. Fue en ese momento cuando Sísifo, con la voz suave y persuasiva de un hombre que había ganado muchas batallas sin alzar una espada, lanzó su trampa.

Sísifo engañando a Tánatos
Sísifo engañando a Tánatos

—Antes de que me lleves, noble Tánatos —dijo Sísifo, inclinando ligeramente la cabeza en un gesto de aparente sumisión—, me gustaría saber cómo funcionan esas cadenas con las que aprisionas a las almas. Soy un hombre curioso, como bien sabes, y quiero entender mi destino antes de someterme a él.

Tánatos, inmortal y confiado en su poder, no vio peligro en la petición del rey. Los dioses raramente prestaban atención a los mortales, y mucho menos se preocupaban por sus ingenios. Así que, sin dudar, accedió a mostrarle las cadenas. Con una lentitud casi ritual, comenzó a explicar cómo funcionaban las ataduras que arrastraban a los condenados al inframundo. Cada anillo de hierro brillaba con una luz sombría, como si las almas atrapadas dentro lucharan por liberarse.

Pero mientras Tánatos hablaba, Sísifo, con una agilidad inesperada, tomó las cadenas y, en un movimiento rápido y preciso, las lanzó sobre la figura de la Muerte misma. Las cadenas se aferraron a Tánatos con una fuerza sobrenatural, aprisionando sus brazos y piernas, y la sombra que había traído consigo empezó a disiparse. Tánatos, atrapado por su propio instrumento de poder, no pudo moverse. Los ojos de la Muerte se llenaron de una furia silenciosa, pero era demasiado tarde. La astucia de Sísifo había prevalecido.

—Ahora, noble Tánatos, parece que soy yo quien dicta las reglas del destino —dijo Sísifo, con una sonrisa maliciosa pintada en su rostro. El eco de sus palabras resonó en la sala del trono, como una sentencia propia.

3.2. La muerte sin fin

Con la Muerte encadenada, algo extraordinario comenzó a suceder en la Tierra. Los ancianos, a las puertas de la muerte, se aferraban a la vida. Los guerreros heridos, con lanzas y flechas atravesando sus cuerpos, seguían en pie, aunque el dolor los consumía. Ningún hombre, ningún animal, podía morir. Las enfermedades y las heridas que antes habrían llevado a la tumba ahora solo prolongaban el sufrimiento. Los campos de batalla, que antes eran lugares de rápida victoria o derrota, se convirtieron en escenas de un tormento interminable.

El caos se extendió rápidamente. Los ancianos rogaban por el final, los soldados malheridos deseaban la paz del más allá, pero la muerte no llegaba. Nadie podía escapar del sufrimiento que Tánatos solía traer con su toque. La Tierra se llenó de gemidos, de almas atrapadas en cuerpos que ya no podían soportar el dolor, y todo porque Sísifo, en su desesperación por eludir su propio destino, había detenido el curso natural de la vida.

Zeus, al ver el desastre que había causado el astuto rey, comprendió que su intervención era inevitable. El Olimpo estaba agitado; los dioses discutían entre ellos. La Muerte, ese ciclo necesario, había sido interrumpida, y la balanza del cosmos se inclinaba peligrosamente hacia el caos. Furioso, Zeus descendió del cielo, envuelto en nubes oscuras y con el trueno retumbando a su alrededor.

Zeus furioso.
Zeus mostrando toda su furia

Con un solo gesto de su mano, liberó a Tánatos de las cadenas que lo aprisionaban. La figura sombría de la Muerte se levantó, más poderosa y más enfurecida que nunca. Zeus no pronunció una sola palabra; no había necesidad. Sísifo había sellado su destino, y esta vez no habría astucia que pudiera salvarlo.

El castigo sería tan eterno como la osadía de su desafío, y Sísifo, aquel que había logrado lo imposible al encadenar a la Muerte, estaba a punto de enfrentarse a su castigo más implacable: una tarea sin fin, un sufrimiento que desafiaría su ingenio y su resistencia para siempre.

4. El castigo eterno

La condena de Sísifo no llegó de inmediato. Fue arrastrado por las sombras, primero sintiendo el peso invisible del juicio divino sobre él, luego, el frío incesante que lo envolvía a medida que descendía hacia el inframundo. Las llamas del Olimpo, que alguna vez brillaban sobre su reino, se desvanecían en la distancia, reemplazadas por una oscuridad eterna y penetrante. El inframundo, ese lugar donde las almas no encuentran ni reposo ni consuelo, lo recibió con un silencio gélido que solo los condenados conocen.

Los ojos de Sísifo se encontraron con el paisaje desolado que sería su hogar por la eternidad. Montañas imponentes se alzaban hacia un cielo que no existía. No había estrellas ni luna, solo una penumbra constante, rota únicamente por las sombras de esas montañas eternas, como dientes afilados que rasgaban la nada. El aire era denso, cargado de una humedad pegajosa que parecía absorber cualquier esperanza de escape. En ese páramo de soledad, el silencio no era tranquilo; era una carga aplastante, un eco interminable del vacío.

Descenso de Sísifo a los infiernos
Descenso de Sísifo a los infiernos

En medio de ese paisaje, la figura de Sísifo, aunque mortal, parecía diminuta. Sin embargo, sus ojos, los mismos ojos que habían desafiado a los dioses, aún brillaban con una chispa de rebelión. Pero esa chispa pronto se enfrentaría al castigo más cruel que el Olimpo podría imaginar.

Frente a él, a los pies de una montaña cuya cima se perdía en la niebla oscura, yacía su condena: una roca de tamaño descomunal. Era tan vasta que parecía una extensión misma del paisaje, una masa redonda y gris, con grietas profundas que la recorrían como venas. Su superficie era áspera y resbaladiza, pulida por las innumerables veces que había rodado por aquel mismo camino, como si la roca misma estuviera acostumbrada a esa tarea infernal. Pesaba más de lo que cualquier hombre podría soportar, más de lo que incluso un gigante podría mover, pero ese sería el destino de Sísifo: empujarla una y otra vez, sin fin.

El sendero que se abría ante él era una cuesta imposible, serpenteando hacia la cima de la montaña. El suelo estaba cubierto de polvo y grava, resbaladizo y traicionero bajo sus pies desnudos. Las rocas pequeñas se desprendían a cada paso, y las espinas de la montaña lo desgarraban con cada movimiento. No había descanso, no había tramos llanos. Solo una interminable subida empinada que parecía elevarse cada vez más, estirándose hasta los límites de lo concebible.

La roca y la cima de la montaña
La roca y la cima de la montaña, el castigo eterno de Sísifo

Los dioses, en su crueldad, no necesitaban palabras. Su sentencia era clara: empujar la roca hacia la cima, solo para verla rodar de nuevo, en una repetición interminable que nunca le otorgaría la satisfacción de completar la tarea. La cima de la montaña, ese objetivo que parecía tan tangible, siempre estaría al alcance, pero nunca a su disposición.

Sísifo miró la roca. Su cuerpo, aunque aún resistente, ya mostraba las señales del agotamiento mental. Sus brazos musculosos, que habían llevado las riendas de Corinto, ahora se tensaban con una carga infinitamente más pesada. Sus piernas, firmes como columnas en su juventud, parecían ahora frágiles ante la inmensidad de la tarea. Pero lo que más dolía, más que el peso de la roca, más que la dureza del camino, era la certeza. La certeza de que este castigo no terminaría nunca.

Con un suspiro que resonó en la inmensidad vacía, Sísifo se inclinó hacia la roca. Sintió el frío de su superficie contra las palmas de sus manos, y luego, con un rugido que parecía desafiar la misma eternidad, comenzó a empujar. Los músculos de su espalda se tensaron, las venas sobresalieron en sus brazos, y sus piernas se clavaron en la tierra. La roca se resistía, inerte, como si el propio mundo estuviera en contra de su movimiento. Pero Sísifo no se rindió. Lentamente, milímetro a milímetro, la roca empezó a moverse.

El sudor corría por su frente, mezclándose con el polvo del inframundo, ensuciando su rostro y cubriendo sus ojos. El peso de la roca era abrumador, y cada paso parecía durar una eternidad. El camino hacia la cima era tan largo que cada tramo recorría una vida entera de esfuerzo. A cada metro, Sísifo sentía cómo sus fuerzas menguaban, cómo sus pulmones ardían, y sus piernas temblaban bajo el peso. Pero nunca se detenía. Sabía que detenerse significaría perder. Y aunque el destino lo había condenado a la derrota, él aún tenía su rebelión.

Finalmente, tras lo que pareció toda una vida de esfuerzo, Sísifo vio la cima de la montaña a lo lejos. Su corazón, aunque agotado, se aceleró con una esperanza irracional. La roca estaba cerca, muy cerca de la cima. Si pudiera dar solo un paso más, si pudiera empujar un poco más fuerte, tal vez podría lograrlo. Pero entonces, como si el universo se burlara de él, sintió cómo la roca, traicionera, comenzó a temblar.

El peso que había logrado mover con tanto esfuerzo empezó a retroceder. Primero despacio, luego con más fuerza. Sísifo, desesperado, se inclinó hacia adelante, empujando con todo lo que le quedaba, pero era inútil. La roca rodó hacia atrás, ganando velocidad, rebotando cuesta abajo. Cada choque contra la montaña resonaba en el vacío, mientras Sísifo caía de rodillas, agotado. El eco de la roca al golpear la base de la montaña llenó el inframundo con un sonido final y devastador.

Y entonces, el ciclo comenzaba de nuevo.

Sísifo se levantó, sus manos ensangrentadas y su cuerpo extenuado. La desesperación pesaba más que la roca, pero no más que su determinación. Cada vez que la roca caía, algo en él se rompía, pero al mismo tiempo algo más se fortalecía. Se limpiaba el sudor de la frente, miraba la roca que una vez más lo esperaba al pie de la montaña, y comenzaba de nuevo. Sabía que el castigo era eterno, que no había final ni salvación, pero también sabía que su resistencia, aunque inútil, era su última forma de rebelión.

Y así, cada vez que la roca rodaba cuesta abajo, Sísifo, en su eterna lucha, sonreía. No porque disfrutara del sufrimiento, sino porque en ese gesto desafiante demostraba que, aunque condenado, aún poseía lo único que los dioses no podían quitarle: su voluntad. Había engañado a la muerte una vez, y aunque ahora estaba atrapado en una eternidad de esfuerzo inútil, en su mente, él seguía siendo el hombre que desafió a los dioses.

Sísifo feliz
Sísifo con una mirada de esperanza y desafío a los dioses

5. ¿Qué significa el mito de Sísifo?

El mito de Sísifo, en su aparente simpleza, esconde una profundidad filosófica que ha resonado a lo largo de los siglos. Lo que en principio parece un castigo cruel e interminable es, en realidad, una metáfora de la existencia misma. Sísifo, el hombre que desafió a los dioses, se convirtió en un símbolo de la lucha humana contra lo inevitable, contra la inercia del destino. Su castigo, empujar una roca eternamente solo para verla caer, es un reflejo de los ciclos repetitivos de nuestras propias vidas, donde, a menudo, enfrentamos tareas que parecen carecer de sentido. Y, sin embargo, en ese esfuerzo constante, en esa lucha interminable, hay una lección que trasciende el mito: a veces, la lucha en sí es lo que da sentido a la vida.

Sísifo, al ser consciente de su destino, no sucumbe al sufrimiento. Al contrario, encuentra una forma de rebelión en su resistencia. Cada vez que empuja la roca hacia la cima, aunque sabe que caerá nuevamente, está afirmando su voluntad de seguir adelante. ¿Acaso no es esta la esencia de la condición humana? Vivimos sabiendo que, al final, la muerte es inevitable, que los desafíos que enfrentamos pueden parecer insuperables, que muchos de nuestros esfuerzos tal vez no conduzcan al éxito. Pero en el acto mismo de perseverar, de resistir ante lo imposible, encontramos nuestra fortaleza.

Albert Camus planteó una visión audaz del mito: «Hay que imaginar a Sísifo feliz». No porque su castigo sea algo deseable, sino porque Sísifo, en su eterna lucha, se ha liberado de la desesperación. Él sabe que la roca caerá, sabe que su tarea es absurda, pero en esa consciencia encuentra su libertad. Ya no se engaña con falsas esperanzas, ya no espera una redención que nunca llegará. Y es precisamente en ese momento, cuando Sísifo acepta su destino y se convierte en dueño de su propia existencia. La roca, que parecía ser su condena, se transforma en el medio para expresar su desafío, su voluntad de seguir luchando a pesar de todo.

Al final, la pregunta que el mito nos deja no es si el castigo de Sísifo tiene sentido o no. La verdadera pregunta es: ¿qué significa para cada uno de nosotros esa lucha interminable? ¿Cómo enfrentamos nuestras propias rocas diarias, los desafíos que parecen insuperables? ¿Somos capaces de encontrar un sentido en el esfuerzo, aun cuando el resultado no sea el esperado?

Es fácil pensar en el mito de Sísifo como una tragedia, una historia de fracaso perpetuo. Pero también puede verse como una historia de triunfo. Porque, aunque Sísifo nunca logra llevar la roca hasta la cima, tampoco se rinde. Su fuerza radica en la constancia, en la voluntad de continuar, y en esa lucha hay un tipo de victoria que los dioses no pudieron prever. ¿Quién es más poderoso: los dioses que lo condenaron o el hombre que, aun sabiendo que no puede ganar, continúa luchando?

El mito de Sísifo no es solo una historia sobre un rey condenado, es un espejo en el que nos reflejamos. Nos invita a pensar en nuestras propias vidas: podemos ver nuestras tareas cotidianas, nuestras responsabilidades y desafíos, como una condena o como una oportunidad para reafirmar nuestra voluntad. Podemos, al igual que él, encontrar una forma de ser felices en el acto de resistir.

¿Qué harías tú en el lugar de Sísifo? ¿Aceptarías tu destino con resignación, o lo transformarías en un acto de desafío, una declaración de que, aunque no puedas cambiar el resultado, puedes controlar cómo enfrentas el camino?

Este mito no tiene una única interpretación. Es un recordatorio constante de que, aunque el destino esté fuera de nuestro control, la manera en que lo enfrentamos define quiénes somos. Y tal vez, en esa lucha interminable, es donde se encuentra la verdadera esencia de la humanidad: en la resistencia, en la constancia, en la capacidad de seguir adelante, una y otra vez, sin perder de vista la importancia de cada paso.

El mito de Sísifo es solo el comienzo. Hay innumerables historias en la mitología que nos invitan a reflexionar sobre quiénes somos y qué valoramos. Cada mito es una lección, una ventana hacia el alma humana. ¿Qué otros mitos te esperan para ser descubiertos? ¿Qué otras preguntas plantean sobre la vida, la muerte, y el destino?

Tal vez el mito de Sísifo no nos da respuestas, pero sí nos invita a seguir preguntando.

Hemos visto a dioses y héroes enfrentarse a su destino, pero tú puedes seguir explorando nuevas historias en Cuentamitos. Nos vemos en la siguiente leyenda.

Bibliografía y webgrafía

  • Camus, Albert. (1942). El mito de Sísifo. Ensayo sobre el absurdo. Alianza Editorial. Madrid.
  • Graves, Robert. (1955). Los mitos griegos. Alianza Editorial. Madrid.
  • Hamilton, Edith. (1942). La mitología griega. Ariel. Barcelona.
  • Kerényi, Karl. (1951). Los dioses griegos. Siruela. Madrid.
  • Vernant, Jean-Pierre. (1989). Mito y pensamiento en la Grecia antigua. Siglo XXI Editores. Madrid.
  • Apollodoro de Atenas. (Siglo II d.C.). Biblioteca Mitológica. Gredos. Madrid.
  • Hesíodo. (Siglo VIII a.C.). Teogonía. Cátedra. Madrid.

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